4 ene 2009

México y Cuba: dos revoluciones

México y Cuba: dos revoluciones
4 Enero 09

La más lapidaria condena que se pueda hacer a la Revolución Cubana pasa por una simple constatación: Costa Rica y Chile tienen niveles más altos de bienestar sin haber sacrificado la libertad de sus ciudadanos y sin haber instaurado una dictadura, como bien lo señalaba Andrés Oppenheimer, anteayer, en una columna del diario El País. Tan sencillo como eso. De la misma manera, en estos pagos, las presuntas “conquistas sociales” debidas a la Revolución Mexicana se estrellan en el muro de una sola cifra: 40 millones de mexicanos viven en la miseria.

Naturalmente, seguimos celebrando el 20 de noviembre. Y festejamos también el 18 de marzo olvidando interesadamente que importamos del extranjero las gasolinas que no podemos refinar aquí. En Cuba, la pareja reinante expectora pomposas y feroces retóricas aplaudidas, a estas alturas todavía, por esa infaltable corte de intelectuales “de izquierda” venida de todas las geografías para legitimar, in situ, la opresión del pueblo cubano. El embrujo de la gesta revolucionaria goza aún de muy buena salud: hace poco, Ted Turner —el inventor de la cadena informativa CNN— alababa a Fidel Castro en una entrevista que le hizo Bill O’Reilly en Fox News, por no hablar de la suave admiración que le rinde al tirano el cineasta norteamericano Oliver Stone. Es muy llamativa la disposición de esa gente para olvidarse de los valores de la democracia por poco que se les aparezca un caudillo carismático enfrente.

Lo que importa, sin embargo, son los resultados. En este sentido, el obsecuente acatamiento de los dogmas que practicamos los mexicanos es verdaderamente aberrante: nos creemos, a pie juntillas, que el Estado debe dilapidar millones de pesos en producir combustibles —algo que las empresas privadas hacen de manera mucho más eficiente y profesional— mientras que nos resignamos a que no cumpla con ninguna de las obligaciones que le ordena doña Constitución (que, no por ser excesivas y fantasiosas, dejan de ser legales). Alguien vino y nos dijo que “el petróleo era nuestro” y, tan-tan, el credo se impuso a la realidad de la improductividad, el derroche y los mil millones trasvasados a las cajas del PRI. Alguien, también, decretó que los sindicatos debían de ser “únicos” y que ningún particular podía instalar molinos de viento para venderle electricidad a sus vecinos. Y estas doctrinas, con el paso del tiempo, devinieron en verdades tan absolutas —como las que propugna el régimen cubano— que nadie las puede siquiera cuestionar..

Pero, el catálogo de dogmas inamovibles sigue creciendo: hace más de un decenio, el Impuesto al Valor Agregado que nos sonsaca el supremo Gobierno fue subido. La votación se llevó a cabo en el Congreso y los priistas festejaron a lo grande —y con gestos de triunfantes fornicaciones— que la tasa se fijara en 15 por cien. Naturalmente, como vivíamos en un régimen “emanado de la Revolución Mexicana”, nuestros tribunos decidieron que el tributo no fuera aplicado a “alimentos y medicinas”. Pues bien, ya no hay marcha atrás: esa cantilena de “alimentos y medicinas” se ha convertido, justamente, en un mantra que invoca, irremediablemente, a nuestras deidades revolucionarias. De tal manera, si, hoy día, algún gobernante quisiera reducir el IVA —digamos, al 10 por cien— y aplicarlo de manera global a todos los productos para subsanar la sempiterna estrechez de las finanzas públicas mexicanas, está absolutamente imposibilitado de hacerlo. No importa que la medida sirva para hacer política social, para corregir las desigualdades, para crear infraestructura, para impulsar la productividad del campo o para ayudar a las pequeñas empresas. Tampoco vale que la reducción sea altamente beneficiosa para una economía donde se consumen toda clase de artículos. Nada de esto es tomado en consideración. Lo que cuenta es la doctrina, el dogma, el credo.

No es una casualidad que dos sistemas políticos tan afectos a la retórica populista se hayan cuidado las espaldas mutuamente hasta el momento mismo en que, ocurriendo una alternancia en el poder en México, este país ya no se haya sentido obligado a hermanarse con un régimen autoritario para disfrazar su propia realidad de terruño sojuzgado por un partido de Gobierno. Cuando llegó Fox, la relación con Cuba cambió. Lo que sigue igual es nuestra absurda servidumbre a los rancios dogmas de la “Revolución Mexicana”.

Publicado en Milenio

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