Entrevista a Pierre Rosanvallon sobre la socialdemocracia
Por José Luis Barbería
06-junio-2004
Pierre Rosanvallon analiza la descentralización y la crisis del Estado de bienestar y del modelo socialdemócrata. Estima que en el siglo XXI se ha pasado de una sociedad de clases a otra de individuos, por lo que es necesario reconstruir los lazos entre ellos no por la vía identitaria, sino que las personas deben unirse basándose en las experiencias que comparten, crear comunidades de experiencia, de prueba. Cree que se ha extinguido la cultura revolucionaria y que la extrema izquierda se caracteriza más por su afán regulador que por otra cosa
Director del Centro de Investigaciones Políticas Raymond Aron y profesor de Historia y de Filosofía Política, Pierre Rosanvallon es uno de los intelectuales franceses de mayor prestigio y una voz imprescindible cuando se trata de abordar la crisis del Estado de bienestar. Nacido en Blois, en 1948, Rosanvallon es un teórico de tendencia social liberal que ha participado de manera activa en la política de partido y en el sindicalismo y que ejerce como actor intelectual de primer orden en el pensamiento francés. Durante la entrevista mantenida con este periódico, en Bilbao, al término de una conferencia-seminario organizada por el profesor Javier Fernández Sebastián, el filósofo, historiador y sociólogo francés subraya que hay que reformar urgentemente el actual Estado de bienestar para adaptarlo a las transformaciones sociales en curso. A su juicio, el modelo social demócrata está agotado.
Pregunta. -Da la impresión de que Francia está condenada a rechazar cada dos años en las urnas las reformas emprendidas por sus sucesivos Gobiernos. En poco tiempo hemos visto la defenestración de un primer ministro socialista, Lionel Jospin, que había cumplido gran parte de su programa electoral, y, más recientemente, un durísimo castigo al Gobierno de centro-derecha actual. ¿A qué obedece esa resistencia al cambio? ¿Qué temen los franceses?
Respuesta. Efectivamente, desde 1981 no ha habido un solo Gobierno francés que haya sido reelegido. El voto mayoritario se produce en clave de rechazo, de sanción política, no como aprobación o adhesión. La razón es estructural y quizá no privativa de Francia. Creo que en todas las democracias modernas existe, en mayor o menor grado, una enorme dificultad para activar una mayoría social de transformación, favorable a las reformas. Lo que estamos viendo un poco por todas partes son mayorías de reacción, de bloqueo. En Francia, el fenómeno es más acusado porque la sociedad civil está menos estructurada y organizada que en Inglaterra, Alemania, Italia o, incluso, España. No hay cuerpos intermedios entre el Estado y el ciudadano.
P. -Pero en Francia sí hay una red asociacionista poderosa, más que en España, diría yo, donde esa sociedad civil fue laminada en buena medida en la Guerra Civil y durante el franquismo.
R. Puede que tenga razón, pero de todas formas España tiene una tradición de partidos políticos y cuenta con sindicatos más organizados. También la Iglesia española está más presente y activa. Francia es el país con menor afiliación sindical y política. La participación de sus instituciones religiosas es la más débil de Europa.
P. -Los filósofos y politólogos franceses llevan mucho tiempo discutiendo sobre la supuesta decadencia de un país que sigue siendo poderoso. ¿Hay una recreación morbosa en ese debate, que tantas veces se expresa en términos angustiosos, de temor a perder una identidad?
R. Desde luego, es un tema recurrente y nada nuevo porque el asunto de la decadencia ya fue muy importante a finales del siglo XIX y durante el periodo de entreguerras. Ese debate está marcado por el doble signo de la impotencia intelectual y la impotencia política. Hablamos de la decadencia de Francia cuando nos sentimos incapaces de comprender el mundo moderno. Es una forma de dimisión intelectual frente al análisis que reclama la modernidad. En lugar de analizar el mundo que cambia, denunciamos el mundo que se hunde. Así que hay una denuncia simplificadora del hundimiento que permite ahorrarse el análisis, ciertamente mucho más complejo, de una realidad que se transforma. La exaltación recurrente de la decadencia implica el reconocimiento de nuestra impotencia. Como no sabemos practicar el reformismo, esperamos la llegada del Apocalipsis para poder hacer los cambios. Los franceses necesitamos hacer un discurso apocalíptico para justificar los cambios más insignificantes. No tenemos cultura de la reforma. Lo que tenemos es una cultura de la Revolución que sigue estando muy presente. De ahí que se necesite representar la decadencia para poder hacer un simulacro de revolución que, en realidad, no son otra cosa que reformas minúsculas.
P. -¿Francia ha dejado de ser un modelo para los franceses?
R. Lo que le caracteriza actualmente es el contraste entre la realidad de una sociedad pluralista organizada como cualquier democracia liberal moderna y el discurso jacobino que la representa envuelta en el sueño de la unanimidad colectiva, del poder de la palabra, de una soberanía que puede cambiar el mundo con un golpe de varita mágica. Pero, por lo demás, la crisis del sistema francés es la misma que padecen también el resto de los países industrializados de democracia liberal. El programa histórico de la democracia era la regulación económica de forma que el Estado providencia asegurara los servicios públicos. Ahora vivimos una sociedad globalizada que ya no está organizada en clases estables como antes. Y eso obliga a reformular el papel mismo del Estado y de sus relaciones con la sociedad, a redefinir las nuevas formas de solidaridad y los servicios públicos.
P. -Así que la culpa no es de la sociedad, sino de la cultura política dominante.
R. Eso es. La representación de la comunidad francesa, del ser juntos, del bien político común, sigue estando inalterable después de dos siglos.
P. -Porque se considera pueblo elegido.
R. Exacto. Las ideas de la Revolución francesa eran muy novedosas porque la sociedad estaba mucho más atrás, pero ahora ocurre a la inversa: la sociedad está por delante de esas ideas que han permanecido inalterables. Lo que caracteriza a Francia es el discurso fantasmagórico del Estado que se piensa poderoso e hiperactivo, cuando la realidad es que el Estado se ha revelado como bastante incapaz y bastante inactivo. Eso se camufla con una burocracia asfixiante, pese a que la realidad muestra que también se ha producido una descentralización administrativa importante, aunque, claro está, no tanto como en España o en Italia.
P. -Se diría que mucho menor.
R. Sí, pero la descentralización es real. Hay acuerdos y compromisos entre los alcaldes y los prefectos (gobernadores) por mucho que persista un discurso que mira al Estado actual como al de Luis XIV, que tiene el sentimiento utópico de que su palabra basta para transformar a la sociedad. La paradoja francesa es que queremos la descentralización desde el punto de vista político e intelectual, pero deploramos sus causas. Por eso se da la esquizofrenia en una sociedad que piensa como Tocqueville, pero continúa hablando como Robespierre.
P. -El problema, entonces, no es menos Estado, más atribuciones a los poderes locales, caminar hacia el federalismo.
R. -No, no es un problema de organización administrativa, sino de concepción del interés general, de redefinición de lo que quiere decir lo público.
P. -¿Y qué piensa usted del Estado de las autonomías español? Me parece que algunos de ustedes lo ven como un experimento.
R. La experiencia española hay que medirla en relación con la construcción europea. Hay una forma de utopía en las autonomías regionales europeas que prefiguran un modelo futuro sobre el supuesto de que habrá un debilitamiento de los Estados-nación, con la afloración de identidades regionales, y también un reforzamiento de Europa. No me parece que ese movimiento de las autonomías españolas sea la continuación de los nacionalismos del siglo XIX; pero, a mi juicio, la prueba de la verdad de un sistema político es su política fiscal y su distribución económica. Al sistema español habrá que juzgarlo con esos criterios.
P.- O sea, por la solidaridad que sea capaz de establecer entre unas regiones y otras.
R. Eso es. Me da la impresión de que las autonomías regionales españolas construyen identidades culturales y organizan la descentralización administrativa, pero sin cuestionar el Estado providencia, común al Estado nacional. Creo que es diferente a lo que está pasando en Bélgica, donde los flamencos quieren separarse del sistema de Seguridad Social porque, por razones estructurales, los valones suponen un gasto mayor. El problema clave es el de la separación social y el de la escisión de los ricos. Se hace secesión social cuando no se acepta el Estado providencia, o cuando, como hace el Frente Nacional, cuando se les niega ese Estado providencia a los inmigrantes. El fraude fiscal es también una forma de secesión.
P. -¿La solución para Francia, para disolver sus fantasmas, no vendrá de su integración en una Europa sólida y solidaria?
R. Lo pensamos en algún momento, pero me temo que, con la ampliación a 25 miembros, Europa va a cambiar de naturaleza, ya no será un Estado federal.Tendrá un Ministerio de Exteriores, un gran mercado y una política militar común; pero no habrá construcción social, ni solidaridad efectiva. Ahora mismo, la Unión Europea sólo distribuye el 1% de su PIB (producto interior bruto), y los fondos de desarrollo comunitarios únicamente suponen el 40% de ese presupuesto, o sea, el 0,4%, mientras que los Estados distribuyen el 40% de sus respectivos PIB. Y si se analiza el nuevo reparto de los fondos agrícolas, las cosas van a empeorar. Entre los agricultores polacos y los obreros alemanes, por ejemplo, seguirá habiendo unas diferencias enormes. Sin embargo, la ciudadanía moderna es la que comparte cierta igualdad de condiciones de vida, no es sólo la igualdad jurídica.
P. -¿Hasta dónde tiene sentido alarmarse por los efectos de la globalización?
R. De entrada, diré que ha tenido menos impacto sobre la vida cotidiana de lo que se dice. Se está utilizando de manera fantasmal para justificar decisiones que no tienen nada que ver con ella. No deja de ser una manera de crear un enemigo exterior para no enfrentarnos a nuestros problemas reales. Hemos olvidado que la globalización es un fenómeno que viene de atrás y que es reversible. De hecho, antes de la guerra de 1914 ya hubo una apertura de mercados y un movimiento de capitales muy considerable, así como un proceso de globalización superior al actual. Tampoco debemos olvidar que hubo muchos millones de europeos que fueron a Estados Unidos, millones de judíos que salieron de Rusia para evitar los progromos. En Europa, el cierre de mercados, el proteccionismo, el cierre de fronteras está vinculado históricamente al ascenso de los totalitarismos. Mientras nos quejamos de la globalización, hay países pobres que se quejan de que no hay suficiente globalización. Este fenómeno está jugando un papel importante en el desarrollo de China, por ejemplo.
P. -Ha escrito usted que el modelo social demócrata está acabado...
R. -Cierto. La realidad muestra que los fundamentos del modelo, el proyecto y el programa social demócrata se hundieron entre los años 1980-1990. Han sido sacudidos tanto por la desaparición del horizonte revolucionario que supuso el final del comunismo, como por las transformaciónes del propio capitalismo. No existe ya la cultura revolucionaria. Hasta la extrema izquierda se caracteriza más por su afán regulador que por otra cosa. Lo curioso es que la social democracia ha triunfado plenamente desde el punto de vista intelectual, y, sin embargo, ha perdido su identidad. Hemos hablado mucho del final del comunismo, pero no hemos reflexionado lo suficiente sobre el final del modelo social demócrata.
P. -¿Qué es lo hace que el programa social demócrata esté caduco, fuera de su tiempo?
R. -Era un modelo para administrar la justicia social y los conflictos a través de las organizaciones sindicales cuando había unas clases sociales más o menos homogéneas, cuando se trabajaba en bloque y en cadena, cuando el capitalismo producía mercancías y a la propia clase obrera. Contra lo que piensan algunos, no es que exista un virus liberal que habría invadido los espíritus y nos habría sumido en la confusión ideológica. Lo que pasa es que está cambiando el modo de producción. Efectivamente, se puede reivindicar el programa social demócrata desde un punto de vista intelectual, pero el mundo al que va dirigido empezó a cambiar hace unos veinte años.
P. -¿En qué se caracteriza ese nuevo modo de producción?
R. Lo que tenemos no son grupos de clase coherentes, sino situaciones muy diversas, una realidad social muy atomizada porque lo que cuenta en el nuevo modelo de producción son las calidades individuales. Hemos pasado de ser una sociedad de clases a una sociedad de individuos. Así que lo que tenemos que hacer es reconstruir los lazos invisibles entre los ciudadanos, lazos sociales que no pueden ya fabricarse simplemente por la vía identitaria y agregativa. Habrá que hacer que las gentes se unan basándose en las experiencias que comparten, crear comunidades de experiencia, comunidades de prueba.
P. -¿Y cómo luchar contra la precarización del empleo?
R. Es una característica del nuevo modelo de producción. Si el Estado protector se creó para defender a la clase obrera, ahora tenemos que inventar un nuevo Estado providencia para armar al individuo, para ofrecerle defensa y oportunidades, para asegurarle el alojamiento y la formación para que pueda asociarse y tener una representación. Hay que encontrar nuevas instituciones, fijarse nuevos objetivos, prestar una nueva seguridad.
P. -¿Cómo explica la fortaleza de la extrema derecha francesa?
R. Su fortaleza está ligada a la crisis, al vacío actual, a la inseguridad, a ese panorama de fragilidad para el que todavía no hemos encontrado una solución porque las soluciones clásicas del Estado y las políticas de empleo convencionales no dan suficiente respuesta a las nuevas categorías de la población. La fuerza del FN es la simplificación sociológica del lenguaje. Ese partido establece falsamente que hay un pueblo homogéneo, una esencia francesa, y hace como si existiera una unidad frente a un enemigo exterior que serían los inmigrantes. Para ellos, la solución demagógica es fácil: expulsar a los inmigrantes y las cosas se resolverán.
P. -Usted sabe que en España empieza a aflorar la generación de los hijos de los inmigrantes. Aunque ustedes tienen mucha más experiencia en esta materia, no se puede decir que hayan conseguido integrar a las segundas y terceras generaciones.
R. De hecho, en el lenguaje popular se sigue llamándoles inmigrantes cuando el 80% de esas personas tienen carné de identidad francés. El problema es social porque se les ha marginado con el paro y los guetos territoriales. Su reacción defensiva ha sido en muchos casos la de desarrollar un sentimiento de identidad comunitaria. Lo que llamamos comunitarismo en Francia son gentes salidas de la inmigración que han optado por esta respuesta desesperada al déficit de integración.
P. ¿La sensación de inseguridad es un signo de los tiempos en las sociedades occidentales?
R. El mundo se ha hecho más peligroso y hay un peligro inmediato que es el terrorismo, un peligro invisible. Pero, además, vivimos un momento de cambios bruscos en las sociedades industriales y el futuro se presenta mal porque es difícil de descifrar y difícil de controlar. Esas amenazas inaprensibles forman parte del malestar contemporáneo.
Publicado en el periódico El País
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