No me arrepiento de haberme arrepentido
Roberto Blancarte
3 de julio de 2007
Hace poco menos de un año, una semana después de las elecciones del 2 de julio, escribí un artículo titulado: “Voté por López Obrador y ya me arrepentí”. Decía yo, entre otras cosas, que Andrés Manuel López Obrador estaba cumpliendo la profecía de sus principales adversarios, al aparecer, luego de haber perdido en las urnas, “como la persona peligrosa, intolerante, autoritaria y antidemocrática que anunciaron”. Decía también que, al hacer esto, el candidato de la alianza Por el Bien de Todos no sólo estaba “poniendo en riesgo sus posibilidades de ganar una futura elección y el destino de su propio partido”, sino que estaba minando, sin que le importase mayormente, “las todavía frágiles instituciones que garantizan elecciones limpias y creíbles en el país”.
Señalaba que cualquier candidato o partido tiene todo el derecho de impugnar los resultados de las urnas ante los tribunales electorales, pero lo que no debía hacer era “descalificar los resultados o las instituciones electorales sin tener pruebas fehacientes de múltiples irregularidades o de un fraude orquestado”, como se hizo en esos días. Y mucho menos amenazar con desestabilizar al país. Me parecía que el mayor daño que López Obrador estaba ocasionando no era el de pretender forzar los resultados con movilizaciones de masas, puesto que eso difícilmente le resultaría efectivo, por el hecho de que más de 60 por ciento de ciudadanos no había votado por él, sino que el verdadero peligro de esa estrategia era que “durante muchos años la izquierda quedará marcada como una opción antidemocrática, que no respeta los resultados electorales y que está dispuesta a todo para obtener y mantener sus posiciones de poder”. Me parecía que se cancelaba así toda opción real de cambio, pues se generaría en la población “una percepción de que en México se sigue cometiendo fraude electoral desde el poder y que las instituciones electorales son cómplices del mismo”. Lo cual no podía conducir más que al aumento del abstencionismo o, peor aún, a las opciones políticas extra-legales y violentas.
En el artículo mencionado, para que no quedara duda del lugar desde donde yo hacía estas críticas, les recordé a todos mis lectores que llevaba seis años criticando a Fox, que durante meses había defendido al candidato López Obrador y que incluso había llamado a votar por él, argumentando la necesidad de un cambio, que no me gustaba que hubiese ganado el PAN y que me desagrada la idea “de tener que aguantar seis años más a los carlos abascales, a las ana teresa arandas y sus colegas”. Me parecía que México no se merecía eso, pero tampoco un retroceso de la democracia, “aunque éste se haga a nombre de los pobres”. Concluía que “México se merece una izquierda moderna, responsable y verdaderamente democrática, que todavía está por construirse”.
No suelo releer mis artículos, pero en esta ocasión lo hice, para ver si lo que había escrito se había cumplido, o si lo entonces dicho se podría sostener todavía hoy. A un año de esos acontecimientos, lo único que puedo decir es que no me arrepiento de haberme arrepentido. Tengo que admitir que, afortunadamente, por obra de las efectivas relaciones de poder, pero también de un mínimo de prudencia política, los peores pronósticos no se han cumplido. Ni el abstencionismo ni la violencia política han reinado. Pero me sigue pareciendo que, más allá de la para mí evidente (aunque para otros no tanto) pérdida de fuerza del movimiento lopezobradorista, lo cierto es que la izquierda mexicana sigue circulando por los caminos del autoritarismo y del mesianismo, del caudillismo y del sectarismo. Lo que hemos visto este año pasado es una izquierda que ha perdido en casi todas las elecciones en las cuales se ha presentado. Por otra parte, la izquierda sigue apareciendo en la escena pública con una cara tan “peleonera” como inefectiva; desde los intentos por impedir la toma de posesión presidencial, hasta las manifestaciones para dar marcha atrás a la nueva ley del ISSSTE.
Lo anteriormente dicho, tiene poco que ver con el número de seguidores que López Obrador y su movimiento puedan tener el día de hoy. Es decir, si se logra llenar el Zócalo, no es prueba de nada; en particular, no es prueba de que se trate de un movimiento democrático. Es únicamente la prueba de una capacidad organizativa que, además de saber convocar a sus propias clientelas, ha sabido apelar a las muchas inconformidades de las masas y de algunos sectores críticos de la población. Sin embargo, dicho movimiento no ha sabido entender lo que quieren vastos sectores de la sociedad, en particular las vilipendiadas pero no por eso menos importantes clases medias del país. Peor todavía, el movimiento de López Obrador no ha podido construir una verdadera alternativa democrática, que le dé garantías a todos de que un gobierno de izquierda no significará el regreso a autoritarismos en teoría superados. Todo gira alrededor de un caudillo grosero y maniqueo, que no admite críticas en su contra. Por esa y muchas otras razones, lamento mucho haberme tenido que arrepentir hace un año, pero hoy, a pesar de todo, no me arrepiento de haberme arrepentido. Sigo pensando en que hay otra izquierda que construir.
Publicado por Milenio
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