9 Diciembre 08
El viernes 14 de noviembre pasado, el presidente uruguayo “de izquierda” Tabaré Vázquez, quien llegó a la presidencia de su país gracias a una amplia coalición de partidos progresistas, decidió vetar una ley que despenalizaba el aborto en caso de peligro de la madre o por razones económicas. Porque él cree en que la vida debe protegerse “desde la concepción hasta la muerte”, porque es el presidente de la República y tiene el poder de vetar las leyes, aun si éstas fueron aprobadas por diputados y senadores. El caso es que en ese país democrático, con la reputación de ser “la Suiza de América del Sur” y uno de los países más laicos del mundo, el presidente de la República Oriental del Uruguay, un hombre de izquierda, decidió como el mejor de los caudillos, con una decisión personal, olvidar su papel como servidor público y frenar un proceso que hubiera permitido a las mujeres decidir sobre su propio cuerpo y avanzar en un tema de la agenda de los derechos sexuales y reproductivos en su país. Con su veto no impedirá los 33 mil abortos clandestinos ni que eso siga siendo la primera causa de muerte materna en Uruguay. No habrá cumplido con su papel como funcionario publico. Con ello traicionó, por decirlo de alguna manera, las expectativas de sus votantes, de sus correligionarios y de todos aquellos que pensaron que, eligiendo a un gobierno de izquierda, automáticamente lograrían sus metas, tanto tiempo negadas por la derecha. Traicionó a aquellos que consideraban necesario un gobierno laico, que tomara decisiones de manera autónoma respecto a cualquier doctrina religiosa, apoyando más bien la libertad de conciencia de las personas. Traicionó a quienes suponían que un gobierno democrático se basaría en las decisiones de la mayoría y que las decisiones de los representantes populares no serían obstaculizadas, sobre todo en la medida que éstas van dirigidas a defender libertades individuales. He aquí a un hombre que, con una decisión personal, se opone a toda una estructura institucional democrática, la cual muestra con ello toda su fragilidad. Pero no es el único.
El gobierno brasileño anunció también hace algunas semanas que había firmado un concordato con la Santa Sede, destinado, entre otras cosas, a garantizar la educación religiosa en la escuela pública, además de reasegurar la existencia de una capellanía militar y otros privilegios a la Iglesia católica en Brasil. Lo hizo así, dándole la espalda a todos aquellos que pensaban que Brasil era un país laico, que la separación entre el Estado y la Iglesia estaba asegurada, que resistiría los embates del Vaticano como lo hizo durante la visita de Benito XVI a Brasil el año pasado y que sus convicciones personales no podrían anteponerse al interés público. Pero no fue así. De ratificarse dicho tratado internacional, Brasil habrá retrocedido a la época previa a su independencia, cuando el catolicismo era religión de Estado. Lula traicionó, por así decirlo, a todos aquellos que confiaron en que, por ser de izquierda, eliminaría los privilegios y la influencia de las iglesias en las leyes y las políticas públicas. Traicionó a quienes esperaban una política progresista que impulsara los derechos sexuales y reproductivos desde el gobierno federal. Y traicionó a todos aquellos que no esperaban una decisión personalista, basada en creencias privadas, imponiendo un concordato que sólo prolonga un estatuto anacrónico, absolutamente contrario al espíritu democrático que lo llevó a la presidencia de su país.
Pero ni Lula ni Tabaré Vázquez son los únicos líderes “de izquierda” que han decepcionado a sus seguidores. En realidad, muchos otros dirigentes supuestamente progresistas han desarrollado gobiernos de corte personalista o caciquiles; Chávez en Venezuela o Fidel y Raúl Castro en Cuba no son más que ejemplos extremos de ese personalismo “de izquierda” que ha fallado en construir verdaderos gobiernos democráticos. Vázquez y Lula, en menor medida, pero de la misma manera que otros y otras, como Cristina Kirchner, han perpetuado la tradición del caudillo que sabe lo que es bueno y malo para su pueblo; ése que supuestamente no sabe gobernar o no está preparado para los cambios.
Las lecciones para nuestro país son múltiples, pero lo son todavía más para la izquierda; ésa que gusta tanto del personalismo de algunos, su liderazgo sabio y benévolo, aunque no conduzca hacia la construcción de instituciones democráticas. Hoy en día, la victoria de la izquierda no significa nada si ésta no es verdaderamente democrática; si sigue siendo caudillista y personalista e impide la elaboración de leyes y políticas públicas justas, sociales y laicas. El personalismo es un lastre demasiado pesado para nuestras frágiles democracias. Si no se acaba con él, ningún sentido tiene que ganen los partidos de izquierda, pues al final terminarán poniendo en práctica las políticas que ni la derecha se atrevió a establecer. Ser de izquierda, votar por la izquierda y hacer un gobierno de izquierda es más que juntar gente en las plazas y prometerles el paraíso terrenal; es hacer “un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Lincoln, por lo demás, nunca dijo que era de izquierda.
Publicado en Milenio
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