Ciro Gómez Leyva
09-07-10
Lo inevitable tuvo salida. Guillermo Fariñas había elegido retar abiertamente a la dictadura, un método eficaz para encontrarse con la muerte. Pero hay historias predestinadas a no morir. Esas que cambian el curso de las cosas.
En el día 135 de huelga de hambre, el cardenal Jaime Ortega anunció que el gobierno de Raúl Castro aceptaba liberar a 52 presos políticos: los pensadores y activistas cazados en 2003 por “atentar y conspirar contra Cuba”. Postrado en el hospital, con barro biliar y un trombo en la vena yugular subclavia, Fariñas dijo que si era así, él también aceptaba.
Ya no importó que, por lo pronto, el llamado “gesto humanitario” de los Castro incluyera a sólo cinco presos que podrán irse de Cuba. O que se dejara en la niebla la mecánica de las próximas liberaciones. Bastó la promesa para que el canciller de España, Miguel Ángel Morantinos, intermediario clave en esta fase crucial, asegurara que en tres o cuatro meses “quedará definitivamente zanjado el problema de los prisioneros de conciencia”.
No importó la ausencia de cómos, porque era una gran noticia. Fariñas, a fin de cuentas, comenzó la huelga con la exigencia de que se excarcelara a los enfermos. Su victoria sobre la dictadura es monumental, histórica.
“No tendrá una recuperación total, pero puede ser cerca de lo normal”, me dijo su médico personal, Ismel Iglesias, con un juego de palabras como mandado a hacer para este día jubiloso y ambiguo. “Está en estado crítico grave, pero en mes y medio podría ser dado de alta”.
La melancólica diplomacia mexicana, que tendría que haber significado como la española, saludó con vago agrado la noticia.
Gracias, Guillermo, por haber desnudado a tantos. Gracias por esta historia extraordinaria.
Publicado en Milenio
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