20 jul 2008

¿Política sin Ideología?
Adolfo Aguilar Zinser

3 de agosto-2001

La visita a México del primer ministro de la Gran Bretaña, Tony Blair, promotor emblemático de una tercera vía en la política, es el motivo para que en distintos espacios editoriales se hable nuevamente de este concepto. La acepción misma, tercera vía, supone la búsqueda de un camino alterno distinto al que plantean los paradigmas ideológicos de derecha e izquierda que dominaron el debate político durante el siglo pasado. Sin embargo, al ser por definición una alternativa a las ideologías dominantes, la tercera vía aparece, o bien, como una síntesis ecléctica que se precisa a partir de la combinación de elementos tanto de derecha como de izquierda o como un camino diferente pero difuso. La búsqueda de esta tercera vía se ha manifestado en México como un intento por encontrar el centro político, es decir, la equidistancia entre las posturas doctrinarias del socialismo y del capitalismo. Es evidente que las posiciones paradigmáticas de derecha o de izquierda en torno a las cuales se polarizaron las luchas sociales y políticas son cada vez más impopulares o menos satisfactorias, por lo tanto, los políticos actuales buscan el famoso centro o la tercera vía como espacios de definición más cómodos, plurales e incluyentes.

Lo que en todo caso parece estar en el trasfondo de estas definiciones eclécticas y pragmáticas es el alejamiento de las ideologías como ejes rectores de la actividad política y de la lucha social. Algunos filósofos modernos hablan incluso del fin de las ideologías como un dato característico del siglo que se inicia. Hay en efecto, una clara inclinación a eludir los cartabones doctrinarios y las rigideces ideológicas como fórmula para construir los nuevos programas y las nuevas propuestas políticas. En las democracias modernas es cada vez más abultado el número de electores que deciden su voto no en función de las grandes definiciones ideológicas de los partidos o candidatos que buscan su adhesión, sino a partir de consideraciones mucho más pragmáticas, lo que gradualmente hace concurrir a las fuerzas políticas en los espacios centristas donde las diferencias, entre partido y partido, son en muchos casos, casi de matiz. El postulado de que la política se define a partir de las ideologías que profesan los líderes, los partidos y las organizaciones sociales es cada vez más un anacronismo. No se trata simplemente de construir una ideología nueva, ajena a las premisas paradigmáticas de las ideologías tradicionales en el espectro conocido, sino incluso de dejar atrás a las concepciones ideológicas mismas para trasladar a la política a un terreno de definiciones distinto que sería el terreno de los valores, los principios, la eficacia en las tareas y el cumplimiento en los servicios con los que el gobierno está comprometido.

Las ideologías se desgastaron no tanto en función de que sus postulados fuesen buenos o malos, ideales o realistas, sino por la lógica misma de lo que ha significado trasladar una construcción ideológica al ámbito de la acción política. En la experiencia del siglo veinte, los líderes y los partidos que se organizaron en torno a los diagnósticos, preceptos y mandatos de una ideología hicieron que en la práctica política su adhesión a ésta se convirtiera, poco a poco, en una sucesión de exigencias, de disciplina, de congruencias rígidas y lealtades absolutas, de rechazos a veces brutales a quienes profesasen una ideología ajena o diferente y de intolerancias a las críticas. De esta manera, las ideologías han funcionado en política no tanto como promotoras de posturas libertarias y emancipadoras sino como inspiradoras de posturas autoritarias, intolerantes y excluyentes.

Los ejemplos más dramáticos y costosos para la humanidad son sin duda el nacionalismo hitleriano, a cuyo nombre se justificaron crímenes abominables, y el comunismo stalinista, que aplastó la libertad. Ciertamente que no todos los partidos y movimientos ideológicos de derecha y de izquierda dieron esos resultados, no obstante, la tendencia a convertir a una ideología en una verdad política absoluta e irrefutable y la inclinación a la intolerancia están presentes en prácticamente todas las organizaciones políticas cuyo eje de afiliación y disciplina es una doctrina ideológica. Por esta misma razón, la propuesta de desideologizar a la política parece todavía en muchos círculos una aberración, un desacato a la congruencia y a la integridad y una falta de honestidad en la definición. Los líderes de opinión y los intelectuales les siguen exigiendo a los políticos y a los partidos definiciones ideológicas y congruencia con ellas en sus posturas y programas, como si alejarse de éstas fuese necesariamente una evidencia de oportunismo, inconsistencia y deshonestidad. Lo cierto es, sin embargo, que los ciudadanos ya no esperan de los políticos planteamientos ideológicos sino respuesta a los problemas y soluciones concretas a necesidades específicas. También es cierto que los ciudadanos confían cada vez menos en políticos amarrados a doctrinas y verdades absolutas y cada vez más en los liderazgos que se expresan en conductas inspiradas en principios y valores. Desde la perspectiva convencional, muchos piensan que un político que no profesa una ideología evidente y clara es un político carente de valores y de principios. La práctica demuestra, en cambio, la frecuencia con la que políticos altamente ideologizados hacen de su ideología un parapeto para transgredir valores humanos solidarios, para pisotear la solidaridad y negar respeto a quienes disienten de ellos. Se supone que las ideologías inspiran valores y principios. Sin embargo, en la política, las ideologías han sido frecuentemente el pretexto para no acatar valores y no observar principios.

Es ya una experiencia corroborada por la historia que las ideologías paradigmáticas no ofrecen métodos eficaces para resolver los grandes problemas de la humanidad, como la miseria, la desigualdad, la ignorancia, la destrucción ambiental, la depredación. Los ideólogos capitalistas que les confieren a las fuerzas de mercado la infalibilidad y los ideólogos socialistas que le otorgan al Estado la responsabilidad de disolver las desigualdades se han quedado en la práctica con muy pocos argumentos. En cada circunstancia, en cada conglomerado humano y frente a cada problema existen posibilidades muy diversas de mezclar fórmulas, métodos, respuestas y soluciones eficaces, sin que dicha combinación encaje en la arquitectura de ninguna ideología. No se trata simplemente de un ejercicio pragmático, carente de valores. Más que el pragmatismo, lo que ha de determinar la combinación de respuestas que pueden aplicarse a cada caso y frente a cada problema, son, en primer lugar, los objetivos concretos que se persiguen y, en segundo lugar, los valores que se desean preservar.

Desde esta perspectiva, los conglomerados políticos modernos, los más cercanos a la ciudadanía, tienden a conformarse no alrededor de una ideología sino por la identidad de intereses, por los valores compartidos y los principios. Lo que configura los nuevos liderazgos es la habilidad para unir esfuerzos en torno a la solución de problemas específicos, a la atención a demandas concretas y a la prestación de servicios vitales. Lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos es que sean transparentes, responsables y eficaces. La adhesión rígida e inflexible de los gobernantes a determinadas ideologías no ha sido necesariamente la mejor manera de lograr de ellos eficacia y honorabilidad.

Publicado en Reforma

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