4 dic 2008

La momia (Final)

La momia (Final)

4 Diciembre 2008

El granjero ruso Mitrofane Nikitin no dejó carta de despedida ni anticipó a los suyos alguna buena razón para volver a matar a un muerto que ni siquiera conoció en vida. Lo odiaba. Tanto lo odiaba que fraguó su venganza, en silencio, con meticulosidad de relojero. Sólo dijo que debía ir a Moscú y que no se extrañaran si no regresaba a casa ese fin de semana. Era un viaje largo. Corría la primavera del año 1934. Se echó una pistola al bolsillo del overol. Su mujer lo despidió en la estación de trenes con el beso de siempre. Ya en la Plaza Roja, Mitrofane Nikitin debió marcar su turno en la fila de tres mil feligreses que día a día se formaban ante el mausoleo de mármol y granito rojo, todos dispuestos a malgastar tres horas de paciencia con tal de ver a la durmiente momia. Quince lentos segundos demoraba el paseo ante el féretro, según las normas establecidas para la circulación de aquella fervorosa marea humana: al granjero le sobraban unos siete. Había practicado la maniobra en el establo y apenas necesitaba ocho segundos para disparar un plomazo a través del vidrio. Una bala sería suficiente: no se trataba de matar a Lenin. Ya lo estaba, desde hacía una década. Si algún valor tenía su gesto era simbólico. Un símbolo en verdad confuso, pues nunca reveló sus reales motivaciones. Cuando llegó su hora y su momento, no pudo apretar el gatillo porque los Guardias Rojos le saltaron encima. En un último segundo de desesperación, Mitrofane Nikitin consiguió volarse la tapa de los sesos.

Otros (pocos) siguieron su ejemplo. Veinticinco años después, un hombre arrojó un martillo contra el ataúd, entonces una pecera de cristal a prueba de escupitajos. Su nombre no aparece en ningún registro, pero sí se recoge el apellido de otro “resentido”, un simple Mijailov, que doce meses más tarde rompió el sarcófago a patadas, en medio de un irreprimible ataque de histeria. Tras este tercer atentado, y por orden expresa de Nikita Jruschov, entonces al frente del PCUS, expertos en balística blindaron el sarcófago contra cargas de dinamita. Aquel cadáver era uno de los tesoros mejor cuidados del Kremlin. La integridad de Lenin costaba al estado unos cien millones de rublos por quinquenio, que era entonces la unidad de tiempo en que los soviéticos planificaban su economía.

Lenin fue expuesto en público, por primera vez, el viernes 1 de agosto de 1924. Lo acostaron sobre una camilla elegante, en un mausoleo provisional hecho con madera de pino. Salvo los breves períodos de conservación, programados para principios de año, siempre ha permanecido a la vista de sus camaradas. De entonces a la fecha, sólo estuvo escondido mil trescientos sesenta días de la Segunda Guerra Mundial. El domingo 22 de junio de 1941 Adolfo Hitler lanzó contra la Unión Soviética su descomunal Operación Barbarroja y en un abrir y cerrar de ojos, gracias a la ventaja que otorga golpear por sorpresa, los nazis capturaron trescientos cuarenta mil prisioneros y neutralizaron más de tres mil blindados, sin que el Ejército Rojo supiera cómo despertar de aquella pesadilla. Esa misma mañana, Stalin decidió poner a buen recaudo el cuerpo de Lenin y comenzó la discreta maniobra de inteligencia militar que lo enviaría hasta el otro lado de los montes Urales. El jueves 3 de julio de 1941, embalado en una caja de madera, la momia subió a un vagón de tren transiberiano de la línea Sverdlovsk, como un pedido de bacalao. Por fin llegó a su destino: el remoto poblado de Tiumen, en plena Siberia Occidental, a 2 mil 144 kilómetros de Moscú. Lo custodiaban dos embalsamadores, vestidos de seminaristas: los leales Boris e Ilia Zbarski, padre e hijo. “Cuando tuvimos que echar mano de agua destilada, resultó que no había, y nos la tuvieron que traer en un avión especial desde Omsk”, comenta Ilia Zbarski, sesenta años después. Lenin regresó a Moscú en 1945, victorioso e intacto.

Ahora no saben qué hacer con él. Los falsos dioses acaban siendo un estorbo. Boris Yeltsin puso el tema sobre la mesa cuando asumió la presidencia rusa: había que darle Santa Sepultura. Vladimir Putin planteó que la momia debía descansar a los pies del Kremlin. El actual líder de los comunistas moscovitas, Guennadi Ziugánov, pronosticó “protestas masivas” en caso de que el Gobierno decidiera deshacerse del padre del proletariado. "Enterrarlo sería la mejor de las decisiones”, señaló Mijaíl Gorbachov, el último dirigente soviético. Cuando le preguntaron, el anciano Ilia Zbarski dijo que, después de tantas volteretas, lo poco que queda de Vladímir Ilich debería estar junto a los restos de sus parientes: su madre María Alexandrovna y su hermano Alexander. “Es lo que él deseaba”. Si el alma existe, y así lo cree Ilia, la de Uliánov está en otro infierno.

¿R.I.P.?

Publicado en Milenio

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