15 jul 2008

Fundamentalismo y democracia

Fundamentalismo y democracia

A continuación se presenta "Mesianismo, populismo, autoritarismo", el segundo capítulo del libro El fundamentalismo democrático (Taurus, 2004)

Por Juan Luis Cebrián
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Reforma

(5 junio 2004).- El término fundamentalismo atañe, primordialmente, a las convicciones de los seguidores de las religiones monoteístas cuando, por su propia naturaleza, se convierten en intolerantes e intransigentes. Esa intolerancia conlleva un deseo apostólico inherente a todo aquel que está convencido de poseer la verdad.

Si uno es dueño de la palabra de Dios, ¿cómo no querer transmitirla a los otros?, ¿cómo no tratar de imponérsela, a veces incluso por la fuerza, si con ello ha de producirles la felicidad eterna? Pero hay otro tipo de fundamentalismo más benigno, relativo a aquellas corrientes filosóficas que aseguran que el conocimiento, como tal, tiene unos fundamentos últimos, sobre los que reposa el resto de los saberes, igual que un edificio necesita de cimientos para poder elevarse. De ahí se deriva el reduccionismo, del que los comunistas, y la izquierda en general, han hecho gala con frecuencia, pero que es aplicable a cualquier ideología. El reduccionismo es, pues, una forma de fundamentalismo y la comprensión de la democracia, o las normas que de ella se derivan, no se ha mostrado inmune a esa enfermedad. Una consideración reduccionista tiende a describir la democracia única o primordialmente como el gobierno de la mayoría, ignorando muchos otros aspectos, tan fundamentales o más, del sistema, como la igualdad ante la ley, el derecho de las minorías o el respeto a las libertades individuales. El argumento del apoyo mayoritario de la población, sin ninguna otra consideración al respecto, ha sido muchas veces enarbolado por los regímenes autoritarios como justificación de su propia existencia, y ha acabado minando los sistemas políticos de las democracias jóvenes. Otro ejemplo irritante de reduccionismo es la doctrina del Fondo Monetario Internacional en lo que atañe a las políticas económicas de los países en desarrollo. Sus recetas unívocas han sumido en la ruina a países del Tercer Mundo e inmolado miles de vidas humanas en el altar del fanatismo neoliberal.

Mientras el fundamentalismo tiene por referencia última la vedad, revelada por Dios o establecida por los hombres, la democracia es un régimen que huye de las doctrinas y se construye sobre opiniones. Esto es algo mal comprendido por los espíritus autocráticos. Cuando José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española ?partido fascista vencedor en la Guerra Civil?, se burlaba de que las urnas pudieran llegar a decidir sobre la existencia de Dios, no hacía sino poner de relieve su ignorancia acerca del concepto de la democracia misma. La regla de la mayoría no concede en ningún caso el conocimiento de la verdad, sino la legitimidad y el derecho para gobernar a un conjunto de individuos. Es el mundo del derecho, el universo de la norma, lo que caracteriza a los regímenes democráticos: aquellos, como dice Norberto Bobbio, en los que los ciudadanos se reconocen a sí mismos en tanto que los únicos autorizados a establecer las reglas que les obligan, y no están dispuestos a aceptar ningún otro tipo de limitaciones. La democracia se basa en el consenso social que es, por su propia condición, mudable. Lincoln la definió como el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, significando así que es la voluntad de éste expresada en las urnas ?un hombre, un voto? la única fuente legítima del poder. En eso consiste, precisamente, su soberanía.

Vista desde ese ángulo, la democracia no puede ser una ideología, pues admite en su seno una pluralidad ideológica infinita con tal de que todas sean respetuosas con la norma autoproclamada por la comunidad. Eso facilita que ideologías antidemocráticas puedan nacer y desarrollarse sin dificultad en el seno de regímenes que respetan y promueven las libertades, aunque parezca un contrasentido. Las ideologías tienden a establecer una relación del hombre con algún tipo de verdad, definen un mundo más cerrado cuanto más perfecta es la construcción del pensamiento que lo sustenta y, por laxas que sean, acaban convirtiéndose en excluyentes.

La democracia vive del consenso, de hecho constituye un método para conseguir éste, y no puede permitirse el lujo de exclusión alguna, fuera de las establecidas por la ley.

Por eso es incompatible con la idea de que el fin, si es bueno, justifica los medios, porque la bondad reside en el método de actuación antes que en lo excelso de lo actuado. La democracia política no garantiza en absoluto un buen gobierno, ni es ésa su misión, sino la de asegurar que el poder, cualesquiera que sean sus cualidades o defectos, emana directamente de la voluntad de los ciudadanos.

Cabe preguntarse cómo es posible hablar de un fundamentalismo democrático, cuando parecen términos tan contradictorios entre sí. No pretendo con ello hacer ninguna aportación a la ciencia política, sino sólo describir actitudes, comportamientos y gestos que, invocando las libertades, amagan con sofocarlas. Fundamentalismo y democracia son, desde luego, vocablos que casan bastante mal, aun si el diccionario puede ser benévolo también en esta ocasión. El fundamentalismo, como hemos visto, es de origen religioso, preconiza la interpretación literal de los textos sagrados y su estricto cumplimiento. Por extensión, podemos aplicar el mismo calificativo a aquellas corrientes que pretenden aplicar de manera ortodoxa la doctrina de un partido político, y aun ejercer del mismo modo la acción pública. Según dicha consideración, fundamentalista es, en realidad, todo aquel que entiende que existe una única manera de ser, y una única manera de hacer para una única manera de pensar. Un intento de comprensión nos puede llevar a suponer que este fundamentalismo responde a un afán bienintencionado de perfeccionismo, a un esfuerzo para hacer coherente lo que se vive con lo que se piensa o cree, y eso obligaría a no alejarse ni un ápice en la acción respecto a los principios que la inspiran. Esta actitud ingenua resultaría casi inane si no se complementara con la mucho más inquisitiva de tratar de convencer al otro, o de dirigir al otro por la senda adecuada, apartándole del error en el que se halle sumido, independientemente de si, en ese empeño, han de usarse métodos más o menos coactivos, más o menos violentos. Un fundamentalista es, en definitiva, un integrista, alguien tan convencido de que tiene la razón que está dispuesto a imponerla a los demás, para el bien de ellos, y que no ha de reparar en métodos a la hora de hacerlo.

La democracia, en la forma en la que la conocemos actualmente, tiene sobre todo que ver con el triunfo de la razón y del positivismo científico frente a la organización teocrática o mágica de la convivencia. Pero, en los últimos años, ha sido posible descubrir la existencia de una nueva teología del poder, en donde la Trinidad divina se reviste de ropajes naturales para hacerse más acomodaticia a la moda imperante, sin perder su capacidad de misterio, de arcano y de trascendencia. La inefabilidad ha sido siempre campo propicio para el desarrollo de sacerdotes y nigromantes, mientras que el don de la palabra constituye la piedra angular de nuestra civilización. La Ilustración fue, primordialmente, una revuelta del habla, del logos, contra el silencio del poder, un proyecto de convivencia basado en la racionalidad y en la duda, en las capacidades de conocer del hombre, pero también en sus potencialidades de yerro. La democracia de nuestros días, heredera lejana del movimiento de los ilustrados, se aparta con peligrosa insistencia de los senderos de la duda, para revertirse de certezas cada vez más resonantes: mercado, globalización, competencia, son conceptos que describen esa nueva realidad en la que, finalmente, las diferencias entre tecnocracia y teocracia resultan simplemente alfabéticas, pues se reducen a dos consonantes.

Cuando Silvio Berlusconi tomó posesión como presidente de turno de la Unión Europea, para hacerlo con mayor dignidad que la que le prestaba su historial ante la justicia italiana, logró que el Parlamento le concediera inmunidad mientras ocupara el sitial de primer ministro. Molesto por las críticas de un diputado socialdemócrata alemán que le afeaba semejante proceder, le espetó una desabrida respuesta en la que vino a decir que, si en Italia se rodara una película sobre la Segunda Guerra Mundial, el diputado en cuestión podría hacer de figurante en su papel de kapo nazi. Llamó mucho la atención que un aventurero de la industria del entretenimiento, que ha llenado de basura la televisión de varios países, actuara con tal jactancia, en un obvio intento de determinar quién es más o menos demócrata en el panorama internacional. Una de las características más notables del fundamentalismo democrático y de quienes lo practican resulta, sin embargo, su afición a extender carnés de democracia a troche y moche, a establecer por sí mismos la nómina de los militantes por la libertad. Éste es el caso, en España, de determinados escritores y columnistas bravucones que, no contentos con haber cantado las mieles de la dictadura, pretenden transformarse en tenores de los nuevos tiempos. El propio José María Aznar, en el transcurso de apenas 15 años, pasó de ser detractor de la Constitución española a convertirse en supuesto paladín de su defensa. Lo que me interesa resaltar no es tanto lo sospechoso de esas actitudes, como la frecuencia con que los fundamentalistas democráticos tienden a convertirse en verdaderos oráculos del sistema de convivencia que les ha llevado al poder. Para ellos se trata de apadrinar una ideología, no un método, por lo que la distinción entre éste y los fines tiende a palidecer en sus análisis. Por eso, el debate sobre si es lícito o no defender la democracia mediante sistemas o recursos no estrictamente democráticos es viejo en la historia. Las expresiones weberianas acerca de la ética de la responsabilidad han jugado un papel importante en esa discusión, y gobernantes de la talla de Felipe González acudieron frecuentemente a su amparo a la hora de justificar o explicar acciones de la lucha antiterrorista (es famosa su frase de que la democracia se defiende también desde las cloacas).

Ya Bertrand de Jouvenel alertó contra lo que él llamaba la democracia totalitaria, poniendo de relieve las tendencias autónomas de crecimiento que todo poder experimenta.
Es difícil aceptar la idea de que las democracias pueden concentrar un poder mayor que el de los absolutismos, puesto que aquéllas presuponen una mejor distribución, difusión y reparto del poder; pero los fundamentalistas democráticos son, en cualquier caso, principales aliados de las corrientes totalitarias o totalizadoras de los poderes públicos, ya que garantizan una coartada electoral respecto a sus decisiones.

Cuando los dirigentes y los líderes de opinión abandonan el relativismo de sus convicciones para adentrarse en definiciones cada vez más rotundas de los valores sociales que dicen defender, la democracia, convertida en ideología, comienza a perder sus características de sistema dialéctico y cuestionable, para arrimar vicios y formas de una nueva y sutil esclavitud. Las cadenas de antaño se ven sustituidas por las convenciones de ahora, núcleo esencial de lo que ya ha venido en denominarse political correctness o corrección política. ¡Misterios del idioma!, pues, de esta forma, describe no una realidad que merece corregirse, como podríamos inferir de la proposición, sino otra que, por naturaleza, es absolutamente incorregible.

Las encendidas soflamas aznaristas, tratando de convencer a los electores españoles de que la intervención militar en el Golfo se debió al deseo de erigir un régimen parlamentario en la zona, no han logrado todavía despejar la duda sobre si es lícito y posible establecer una democracia por la fuerza. No lo hicieron porque quienes las entonaban consideran la democracia como un fin, como un objeto por conseguir, antes que como un sistema para organizar la convivencia. O la democracia política ?previa a esos otros conceptos de democracia social y económica, como muy bien ha explicado el profesor Sartori? se construye sobre el consenso de la población, o se convertirá en una mera apariencia, en una simulación, en un engaño.

Una de las primeras cosas que cualquier buen demócrata debe preguntarse es hasta dónde es aplicable su concepción sobre la igualdad ante la ley en países de tradiciones contrarias a ese principio, y qué es preciso hacer para lograr la evolución o, si preciso fuera, el seísmo cultural que faciliten el contrato social sobre el que se basa todo régimen de libertades. Los representantes del fundamentalismo democrático piensan que su sistema es un bien exportable porque ignoran que no es un bien en sí mismo, sino algo que emana del reconocimiento efectivo de los derechos individuales de la persona. Al hacer de la democracia una ideología, pretenden investirse de su condición de apóstoles de la misma, y son capaces de emprender la más sangrienta de las cruzadas en nombre de la libertad.

Los fundamentalistas no lo serían, por lo demás, si no creyeran que con sus actos responden a una llamada divina, si no estuvieran convencidos de que efectivamente tienen una misión que cumplir. Muchos de quienes han hablado con el presidente Bush en la intimidad comentan que éste no se recata a la hora de reconocer que su curación de la dipsomanía, después de haber llevado una vida frívola y disoluta, constituyó para él una auténtica caída del caballo en su particular camino hacia Damasco que, paradójicamente, le ha conducido hasta Bagdad. También un antiguo ministro de Aznar, tras acudir a visitarle al hospital el mismo día en que sufrió un atentado de ETA, del que salió milagrosamente ileso, me confesó que el entonces jefe de la oposición española se mostraba convencido de que se había salvado por intervención divina. Sin duda, tenía un encargo que cumplir en esta vida.

El comportamiento mesiánico de los fundamentalistas democráticos hace que frecuentemente se deslicen hacia el populismo y la demagogia, descaros que mucho tienen que ver con el autoritarismo. El populismo agita las emociones de los pueblos, en detrimento de las posturas racionales de los individuos. En los tiempos modernos, cuenta además con la poderosísima alianza de los medios de comunicación y la industria del entretenimiento, que han logrado convertir en espectáculo casi todo lo que se mueve sobre la Tierra. El show business alcanza tanto a la difusión del pensamiento como a las manifestaciones del poder y es algo que comprendió muy bien, desde el principio de su papado, Karol Wojtyla. Habiendo sido históricamente uno de los pilares esenciales de la civilización eurooccidental, la Iglesia católica no podía mostrarse al margen de las corrientes fundamentalistas de final de siglo que, en su particular terreno, trataron de desandar gran parte de lo conseguido tras el Concilio Vaticano II. El mérito de Juan Pablo II consiste en haber podido conciliar sus posturas, crecientemente retrógradas en los
terrenos moral y doctrinal, con una abierta defensa de la justicia e igualdad sociales. Pero, en su empeño por encabezar espiritualmente un mundo cada vez más desconcertado, acabó sucumbiendo, también él, a la tentación populista, encarnada en los recibimientos multitudinarios de sus viajes, las ingentes concentraciones de jóvenes apiñados en torno suyo y en grandes espacios abiertos, la grandiosidad y ritualidad de sus aspiraciones en público.

Como explica José María Martín Patino, que fue vicario general de la diócesis de Madrid a la muerte de Franco, hemos asistido al tránsito desde la Iglesia de la mediación a la Iglesia de la presencia. La primera dedicaba primordial atención al individuo, promovía la investigación y la ciencia y, en el terreno estrictamente religioso, cifraba sus esperanzas de conversión en la administración de los sacramentos y la predicación. La Iglesia de la presencia considera que tiene que manifestarse rotunda y triunfante ante los pueblos para defenderse de las tendencias anticlericales de nuestro tiempo. Exhibir su poder es una manera de obtenerlo, por lo que busca las primeras páginas de los periódicos, necesita codearse con los políticos, disfruta con espectáculos que pueden competir en audiencia y entusiasmo con los más multitudinarios conciertos de rock, y apetece medir su influencia sobre la opinión pública con el propio Estado, en el que multiplica sus formas de penetración, al tiempo que no duda en diseminarse por cientos, y hasta miles, de organizaciones no gubernamentales en todo el mundo.

De esta forma aprovecha las corrientes neoliberales para contribuir, por su parte, a ese crecimiento autónomo del poder del que antes hablábamos. Con su intervención moral sobre los asuntos públicos, resulta un aliado excelente del fundamentalismo democrático, no tanto por sus opiniones concretas ?el Papa se opuso a las dos guerras del Golfo, aunque alimentó las ansias de independencia de Croacia?, cuanto por su contribución a las interferencias entre los llamados poderes temporales y los espirituales. No son gratuitas, por eso, la frecuencia con que el nombre de Dios aparece en labios del presidente Bush, ni las ventajas obtenidas por la jerarquía católica durante la gobernación de José María Aznar, tan empeñado como estuvo en que el preámbulo de la Constitución europea recogiera una alusión a las raíces cristianas del continente.

Es preciso llamar la atención sobre las tendencias totalizadoras, absolutistas y demagógicas de gran parte de los poderes que operan hoy en el mundo, y poner sobre aviso acerca de la mixtificación de la democracia, de su conversión en cuerpo ideológico cerrado y de su malversación a fin de proteger los intereses y las manías de las clases dominantes. Éste, por lo demás, puede ser un mal universal, pero sus síntomas se han hecho notar con especial virulencia en España durante los años de gobernación de la derecha.



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